Han transcurrido muchos días, ¡muchísimos!, desde aquel momento solemne —para mí de imperecedero recuerdo— en el cual, en un lugar del Cementerio Civil de Madrid, la tierra, como madre amorosa y buena, acogió en su regazo envolviéndola con el sudario de la inmortalidad a la figura maternal de quien fue en vida el apóstol de las familias, el más recio cantor de los derechos ciudadanos; la austeridad hecha carne viva; el forjador de la conciencia de clase que existe entre los trabajadores: Pablo Iglesias.
La vida de este hombre, que encarnó en sí mismo la más sentida representación del Partido Socialista y de la organización obrera a su ideología política adherida, ha de llenar forzosamente muchas páginas de la Historia de España.
Y no solamente se hablará de él en aquellos capítulos donde el historiador relate el desenvolvimiento sindical de la organización obrera, sino también —y muy mucho— en aquellos otros donde se rinda el homenaje póstumo a los «hombres» que representando una idea política determinada, supieron llegar hasta la entraña viva de la vida nacional, para extraer de ella la espiritualidad de su conciencia civil, plasmando en la misma las más sublimes concepciones ideológicas.
Porque Pablo Iglesias fue ante todo, esto: un formidable «creador» de conciencia ciudadana en las multitudes obreras.
En la iniciación de su apostolado laico, se encontró Iglesias como materiales para poder realizar su labor preliminar de propaganda, con una multitud de gentes tan incautas y tan carentes de sociabilidad que les era de todo punto imposible asimilarse las bellezas que encierra la idea socialista.
Y el «abuelo» querido, el venerable maestro de todos, fue creando en esa masa anónima un «alma» para que en ella repercutieran prontamente todas las injusticias del actual estado social.
Su apostolado a favor de las familias le granjeó el odio de los poderosos.
Pero Iglesias —mostrando a los que nos llamamos sus discípulos hasta donde se debe llegar en el sacrificio personal para redimir a los que sufren— no se inmutó jamás por ello; cada golpe recibido era un nuevo motivo para acelerar el camino de su vida en constante propaganda de las ideas socialistas; su carne, lacerada por el dolor y su libertad restringida muchas veces por satisfacer las miserables ambiciones de un caciquismo ignorante, no entablaron su fe de creyente convencido y siguió su apostolado, despertando conciencia, creando hombres y con ellos intentando la reconstitución de la patria, dándole a esta palabra el nombre más noble y elevado concepto de la relación y solidaridad universal.
Muerto Iglesias, no saben aún los ciudadanos españoles lo que representó la pérdida del verbo más sublime de la democracia española.
Su obra de titán, en lucha constante contra la ignorancia de las gentes no han sabido comprenderla aún en toda su grandeza, ni la totalidad de los trabajadores, ni una minoría siquiera de los que viven del trabajo ajeno. A unos y a otros —más a los segundos que a los primeros— les ha faltado para poder estudiarla y hacerla suya desprenderse de ese egoísmo innoble que anida en el alma de muchos hombres y hace impuras todas sus acciones.
El dolor universal que sufren todos los hombres que viven amenazados a las galeras de la esclavitud bregando eternamente en fábricas y talleres, para producir y crear constantemente todo cuanto representa el progreso industrial y mercantil de los pueblos, no puede resolverse —no se resolverá nunca— predicando entre los poderosos la caridad y el respeto hacia los que sufren.
La realidad de veinte siglos de predicación cristiana ha demostrado que el corazón de los ricos es insensible al dolor ajeno. La caridad, el noble desprendimiento, la renunciación voluntaria a una parte de lo que se posee para enjugar una lágrima de los que pasan hambre, eso que es tan humano, aún no lo han aprendido los que blasonan de generosos.
La Iglesia venera en sus altares fervorosamente el hijo del rico mercader italiano Pedro de Bernardone, cuyo nombre en el santoral responde a San Francisco de Asís.
No es posible superar el misticismo de San Francisco.
En un gesto de sublime renunciación se desprende de su riqueza ¡nada de orgías y placeres —dice— mientras existan pobres a quienes falta abrigo para sus carnes ateridas!
Y descalzo, envuelto su cuerpo con un burdo sayal, recorre Italia predicando entre los poderosos la renunciación a las riquezas para car pan a los pobres.
Su verbo cálido y persuasivo consigue crear discípulos de su fe, pero cuando el santo muere, lentamente también van desapareciendo la visión de las cosas que él predicara hasta llegar al momento presente.
¡Oh, pobre mártir, si hubieras nacido en nuestro siglo!
El apóstol del socialismo español, nuestro Pablo Iglesias, también fue como el santo de la ciudad de Asís, un hombre que inmoló su vida por salvar a los demás.
Pero tenía sobre él una visión más amplia de las cosas, y una concepción más íntima del dolor universal. Por ello no fio jamás en la caridad.
Predicó, en cambio, el derecho y la justicia. A su muerte nadie ha mixtificado su doctrina. Sus discípulos siguen predicando entre las multitudes el credo social que enseñó el maestro.
Como tablas de la nueva ley, brillan desde lo alto enseñando a los hombres el camino de su redención.
No esperéis, trabajadores, jamás que la caridad resuelva vuestros dolores, la justicia de nuestra causa será lo único que podrá emanciparnos.
Al cumplirse el segundo aniversario de la muerte de quien fue para todos nosotros todo cuanto humanamente pudo ser, hagamos fervorosamente pública declaración de seguir defendiendo la doctrina socialista como medio único de salvar a la humanidad de sus dolores.