Hablarles a nuestros compañeros de los beneficios que, innegablemente, les ha de proporcionar el hecho de estar asociados en sus respectivas organizaciones profesionales; incitarles de continuo para que defiendan sus organización con el cariño y el entusiasmo que precisan poseer para triunfar de todas las adversidades que traten de impedir el normal desarrollo de la misma, parecerá para algunos compañeros tarea inútil e innecesaria, por estimarse —error crasísimo— que la clase trabajadora posee ya conocimientos bastantes de lo que son y representan sus organismos sindicales.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Las circunstancias actuales, que son indiscutiblemente el mejor yunque para forjar el alma de los hombres, nos están demostrando, con diafanidad absoluta, que precisa, hoy más que nunca, repetirle a la clase obrera una y cien veces la necesidad que tiene de «vivir» colectivamente, caminando al unísono con sus hermanos de explotación.
Conocerán, sin duda alguna, la inmensa mayoría de compañeros la obligación que, como obreros, tienen de estar asociados; recordarán perfectamente las mejoras de carácter material que alcanzaron para ellos sus respectivas organizaciones sindicales; pero hoy, dominados como lo están por un escepticismo incomprensible, hacen públicamente dejación de ese derecho, abandonando esa función social que tan necesaria es para estimular el mejoramiento social de su personalidad.
Y esto ha sido posible porque la clase obrera desconoce aún en toda su grandeza el valor social de la organización y no acierta a estimar en toda su valía lo que hicieron —y están haciendo en la actualidad— sus hombres más representativos para dignificarla, elevándola hasta conseguir que se reconociera su personalidad jurídica en la acción legislativa de la vida del trabajo, y que internacionalmente pueda ser una esperanza para que la Paz y la Justicia imperen en todos los pueblos.
Dentro de una misma localidad, los obreros se apartaron inconscientemente de su organización, precisamente en los momentos más difíciles, porque no quisieron saber lo que esta sociedad ha representado para ellos en épocas pasadas y lo mucho que la deben en el orden de las mejoras sociales alcanzadas en su vida de trabajadores.
Valencia, con la Sociedad de Obreros Fundidores, fundada en los albores del año 1895, nos ofrece un ejemplo vivo, que demuestra plenamente la verdad de nuestra afirmación.
Durante muchos años fue la Sociedad de Fundidores una de las primeras que figuraron siempre a la vanguardia del movimiento sindical valenciano.
Sus conflictos sociales adquirieron siempre tal rigidez, que hicieron peligrar la estabilidad de la profesión. Pletórica de entusiasmos, rica en energías, no rehusó jamás el sacrificio colectivo cuando se trató de defender una causa justa y nobel.
Las características especiales que atesoraba el obrero fundidor de aquellos tiempos daban a su actuación el verdadero matiz de lucha de clases.
En el año 1902 sufrió, con estoica resignación, una huelga para alcanzar la jornada de nueve horas, que consiguió, al fin, durante cuatro meses al año.
Posteriormente son incontables las veces que han sabido imponerse colectivamente el sacrificio de la pérdida del trabajo por defender a un compañero atropellado injustamente.
Al reorganizarse de nuevo —después de clausurado el sindicato—, bastó una sola llamada para que respondieran todos sus componentes.
Pero como los hombres que la integran tampoco son en su mayoría aquellos veteranos que prefirieron cambiar de profesión antes que transigir con el despotismo patronal, ha bastado un pequeño conflicto parcial, en apariencia sin transcendencia alguna, para romper —cabe suponer que transitoriamente—aquella unidad que tan bellas páginas escribió en la historia de los obreros metalúrgicos valencianos.
No motivó esa deserción una dualidad de criterio en la forma de encauzar idealmente la marcha de la sociedad. El motivo tiene menos transcendencia, es más vulgar. La crisis de trabajo redujo la jornada de trabajo en muchos talleres y con ello desmereció el salario de nuestros compañeros. La cotización extraordinaria para los hombres en lucha fue decreciendo paulatinamente; no hubo voluntad para cumplir con el deber que el estar asociado imponía; después…, el apartamiento inexplicable, esgrimiendo aún como argumento: «¿De qué me sirve la sociedad?»
No sé hasta qué límites podrán influir mis escritos desde las páginas de El Metalúrgico en el mismo ánimo de mis compañeros; pero lo que sí puedo asegurar es que mi pluma seguirá
grabando muchas veces aún sobre las cuartillas aquellas verdades, que los obreros metalúrgicos tendrán que aprenderse de memoria.
La Sociedad de Fundidores, como todas las demás sociedades de obreros mecánicos, necesitan que no quede ni un solo compañero por asociarse. ¿Para qué? Para hacerles más dignos y más nobles.
Vuestra sociedad, compañeros fundidores, ha conseguido en el próximo pasado mes de agosto una de sus más grandes victorias diplomáticas. Sin estridencias de lenguaje ha demostrado al elemento patronal el valor de su personalidad, y en el litigio entablado cerca de un señor industrial para evitar el despido de un compañero que cuenta actualmente con cerca de sesenta años, dicho patrono ha firmado un documento, cuya disposición más interesante dice así: «Habiendo dejado de prestar servicio en esta casa Eduardo Escat Sausi, por motivos que no atañen en absoluto a su moralidad, me comprometo a darle, como remuneración a los buenos servicios que me ha prestado, y a partir del día veintidós de los corrientes, dos pesetas diarias mientras viva».
El comentario que este hecho requiere queda ahí para que lo formulen los compañeros que, inconscientemente, se apartaron de la organización.
Si aún vive en ellos el noble sentimiento de solidaridad que hace los hombres hermanos, forzosamente variarán de conducta y sabrán sacrificarse en el cumplimiento del deber.