Mi abuelo, Pascual Tomás Taengua, tuvo tres hijas y cinco nietos. Yo soy la mayor de sus nietos.
Pertenezco a una familia valenciana profundamente marcada por el compromiso político y el activismo sindical de mi abuelo. Una familia que ha soportado por este motivo toda clase de penalidades: muerte, cárcel, destierro, despidos, hambre, miedo…
Después de fundar la rama del sindicato metalúrgico en Valencia y otras visicitudes, mi abuelo fue elegido diputado por Murcia en las elecciones generales de 1936. Antes, en 1932, se mudó con su familia a Madrid, donde el frío y sus ausencias, marcaron la infancia de mi madre. Su padre entraba y salía de la cárcel por esa época —el bienio negro— a menudo. De tal manera que, viendo las fotografías de aquellos años, notamos que casi nunca están juntos. Aquellas en que aparece mi madre tienen como fondo las puertas de la cárcel Modelo de Madrid; y las de mi abuelo, el patio interior de la misma con los compañeros.
Tal vez, era el comienzo de lo que marcó sus vidas: la separación.
Después vino la guerra.
Wenceslao Carrillo, amigo íntimo, le propuso antes de que acabara la contienda trasladarse a Inglaterra con toda la familia, insistiendo en que estaban en peligro inminente; pero mi abuelo, no aceptó. Hubo otras ofertas igualmente rechazadas. La respuesta, siempre la misma: no podía abandonar a los compañeros que le necesitaban. Mi abuelo continuó en Madrid con el Gobierno hasta que regresó a Valencia, fugaz capital republicana, y luego a Barcelona y allá donde su ayuda fuera precisa. Con la derrota, tras recoger a su familia y organizar una veloz huida, acudió como tantos otros al puerto de Alicante en donde, decían, esperaban los barcos franceses que les alejarían de la represión y la muerte.
Los barcos llegaron, sí, pero al tiempo que las tropas franquistas e italianas ya se posicionaban en el castillo de Santa Bárbara y comenzaban a disparar a todo aquel que intentaba alcanzar el último barco que, en vista de la situación, acabó por alejarse y desaparecer en el horizonte ante la desesperación de tantas y tantas personas.
De Alicante, cuentan, mi abuelo salió en el último avión, elegido por los compañeros. Si no lo hubiera hecho, seguramente habría perdido la vida. Su último gesto fue el de quitarse el reloj y ponérselo a mi madre, su hija más pequeña, en la muñeca: «pronto estaremos otra vez juntos», le dijo.
Sus cuatro mujeres fueron encerradas en el Castillo de Santa Bárbara. Separación, terror…
En la casa de Valencia se había quedado mi bisabuelo Emilio, su suegro, con la esperanza de no perder las pocas posesiones que tenían pero inmediatamente fue expulsado a la calle y el piso pasó a ser una oficina para las señoritas de la Sección Femenina de Falange. «Mira, hija —decía mi madre— allí en el tercer piso, teníamos nuestra casa». Todavía, siempre que pasa por debajo, mi madre se queda allí, detenida en el espacio y el tiempo, como esperando poder volver a su casa con sus padres, otra vez…
Cuando pudieron salir de su encierro, ellas regresaron a Valencia a casa de los bisabuelos paternos, en el barrio obrero, cruce con la calle Cuenca. Al mediodía en la plaza del Caudillo, hoy plaza del Ayuntamiento de Valencia, sonaba el himno nacional. Todos se paraban brazo en alto. Mi madre, en ocasiones, cuando salía de retocar fotografías durante horas interminables, intentaba librarse del ceremonial fascista y pasaba corriendo. «Qué pena de pelo», le decían. A las mujeres desafectas les rapaban la cabeza al cero.
Mi abuelo, desde Francia, nos escribía cartas bajo el pseudónimo de José Luis, nombre con que bautizaron a mi segundo primo varón. Todos reunidos en torno a la madre escuchando y esperando el final de la II Guerra Mundial, la ayuda aliada, la derrota franquista, la reunificación familiar. No sabían que nunca podría ser.
Sus hijas se casaron, fueron naciendo los nietos. Uno a uno, nos fueron llevando a Saint Caprais d’ Estretefonds, Toulouse, para que al menos nos conociera.
La verdad es que sus nietos crecimos con una marcada sensación de aislamiento social: «no se lo digas a nadie, no lo comentes con nadie, no te metas en nada, no opines».
Televisión muda durante el mensaje navideño del dictador. Los niños recitábamos poemas aprendidos de memoria de Miguel Hernández, de García Lorca… Yo, entonces, no entendía por qué no podíamos oír el mensaje de aquel señor calvo y bajito de voz casi ininteligible.
Ellos, todos ellos, los que estaban fuera, no querían ni podían volver mientras viviera Franco. Muchos, como mi abuelo, murieron antes que él. Otros murieron en vida dentro de España: mi abuela —su esposa—, su segunda hija —mi tía—.
Conversaciones entrecortadas, numerosas historias sobre mi abuelo oídas en familia: trabajaba siempre, apenas dormía; en el periódico; en la búsqueda de apoyos para el gobierno republicano en el exilio; en las clases de formación política; sus continuos viajes para encontrar financiación… Colaboró activamente con la resistencia francesa, hablaba francés e inglés con fluidez. Tras la II Guerra Mundial, fue secretario general de la UGT y también del PSOE, alternándose con Rodolfo Llopis. El partido, el sindicato; su vida.
Vi a mi abuelo en persona tan sólo en cuatro ocasiones: con 9 meses, con 9 años, con 13 años y, la última vez, con 20 años. Mi mayor contacto con él fue epistolar. Sus cartas llegaban puntualmente. Nuestras fotografías, en torno a su mesa de trabajo. Bodas de sus hijas, bautizos y comuniones obligadas de sus nietos. Él nunca estaba, no pudo. Pero, recuerdo cómo lloraba cuando nos podía abrazar. Era conmovedor, también lo era oírlo hablar. Mi abuelo tenía el don de la palabra.
Algunas comidas familiares en la granja de Saint Caprais: el olor a sopa de cebolla, las gallinas ponedoras, los melocotoneros, poco más. Su salud era muy delicada, seguían recayendo sobre él demasiadas responsabilidades. Todas para él y nuestro «tío» Rodolfo —Llopis—. Nunca estuvimos todos juntos. No pudimos. No nos dejaron.
Mi abuelo sólo regresó a España para morir. Falleció en Valencia, cuando lo trajo su hija mayor, ya muy enfermo. La policía lo estaba esperando en el aeropuerto de Manises y detuvieron a mi padre, su yerno que, mientras duró el encierro, jugó al ajedrez en la comisaría con el inspector.
Mi padre, perteneciente también a una familia republicana, que perdió a su hermano mayor en la contienda, trabajó durante toda su vida en el Banco Hispano Americano y nunca pudo pasar de oficial de 3ª. En su expediente, figuró siempre el estigma «hijo de rojo».
La actitud de mi abuelo fue siempre proteccionista con respecto a las mujeres de su familia. Nunca les dejó afiliarse ni al sindicato ni al partido político. Tan sólo les permitió tejer suéters para los soldados que luchaban en el frente, cientos. Las mantuvo al márgen.
Círculo cerrado de amistades, muy cerrado. Conversaciones medio ocultas, cárceles, procesos, palizas, desapariciones. Trescientas pesetas para mi comunión con registro de la policía en mi casa incluido. Al parecer, buscaban armas.
Cuando íbamos de vacaciones a pasar quince días a Navacerrada en la residencia del Banco Hispano Americano, mis padres jamás quisieron acercarse a visitar el Valle de los Caídos; yo no entendía por qué. Parecía algo espectacular. Todos iban…
Fue en 1972 cuando empecé a comprender la importancia de mi abuelo. De su figura. De todo aquello que representaba. Había muerto y los compañeros intentaban acompañar el cortejo; los más osados, otros salían a las calles de Valencia cuando iba pasando el coche fúnebre, en las cercanías del Hospital Clínico y a la entrada del cementerio. Le saludaban con el puño en alto y luego desaparecían; pero estaban allí. Sabían que era él, pues existía una red de comunicación muy activa entre ellos. La policía también lo sabía, claro, y quitaba las cintas de las coronas de flores por las frases recordatorias.
Mi abuelo viajó siempre en segunda clase turista, le oí hablar de la importancia de la austeridad en muchas ocasiones. Regalaba lo poco que tenía a los más necesitados. Libros de autores importantes escritos por los compañeros exiliados a mano, de puño y letra, apilados por toda la casa. Mi abuelo los pagaba de su bolsillo, «para que tengan trabajo», decía.
Llevaba siempre una fotografía original de Pablo Iglesias en su cartera. Ahora la tengo yo.
La lucha por los derechos de los trabajadores fue su vida.
Su vida ha marcado a las dos generaciones posteriores de su familia. Aunque yo creo que su verdadera familia fue el sindicato y el partido. Nosotros nos quedamos sin su tiempo y mi abuelo sin el nuestro. Nunca pudimos compartirlo. No nos dejaron.
Carme R. Ramón i Tomás