Colección Memoria de Hierro

La transformación científica del trabajo (II)

El Metalúrgico, junio de 1928

«Además, el esfuerzo de organización científica visible, tangible en cada familia, esfuerzo que provoca la imaginación creadora de cada productor, proporciona la más inmediata y mejor de las ocasiones de participar en la gestión y en la prosperidad de las industrias». —Albert Thomas.

En el decurso de tiempo transcurrido desde la publicación de nuestro primer artículo, en el que iniciábamos el estudio de lo que representa para la vida futura de la industria metalúrgica la aplicación de los métodos científicos que regulen y transformen la producción, desterrando la rutina en el trabajo, impuesta hoy como norma, hasta la fecha, han llegado a poder nuestro infinidad de cartas, anónimas algunas, firmadas otras por elementos patronales, en las cuales manifiestan su opinión contraria «a esa transformación que predicamos, por estimar que con su aplicación se haría imposible la existencia de pequeños talleres, que son —a juicio de nuestros comunicantes— los únicos que pueden, con su competencia en la baratura de los géneros, contrarrestar el desenvolvimiento industrial de las grandes factorías».

Si estas observaciones, hechas por un sector de la clase patronal, se limitaran a ser una resistencia pasiva a modificar la estructura de sus talleres, no merecerían el honor de la respuesta.

Pero son algo más. Entre el personal de esos talleres, apartado de la organización en su inmensa mayoría, se predica, con la hipócrita zalamería de los que viven del trabajo ajeno, que de triunfar ese criterio de concentración de trabajo en grandes talleres metalúrgicos, peligraría el pan suyo y se verían completamente abandonados al cerrarse y desaparecer los pequeños industriales.

Y es tan grande la inconsciencia de las gentes, que forzosamente hay que demostrarle la inexactitud de esta afirmación.

La transformación científica de la industria —«supresión del despilfarro, concentración industrial y comercial, producción y distribución en masa» (Paul Devinat)— no puede ser una realidad más que en aquellos talleres cuya capacidad de producción permita la iniciación en la fabricación de una trabajo hasta su terminación.

¿Revisten estas características especiales la inmensa mayoría de los talleres de «construcción y reparación de maquinaria» en España?

La respuesta es negativa en absoluto. Son, por el contrario, talleres creados al azar. Un hecho fortuito motivó su implantación. No hubo acierto en su constitución interna, porque faltaba para ello algo que es fundamental; hallarse en posesión de un mercado en donde poder colocar debidamente el trabajo realizado con el esfuerzo y las privaciones de unos pocos trabajadores.

No se quiso —o no se supo— prever a su debido tiempo esta anormalidad, y se formó el taller.

Para sostenerle fue condición precisa buscar trabajo, y para encontrarle, preciso también —careciendo en dichos talleres de utillaje moderno, indispensable para producir debidamente— abaratar la mercancía en términos tales, que han convertido la competencia industrial en el factor más decisivo para la ruina de la misma.

Sinceramente declaramos que no es hiperbólica es afirmación transcrita.

Además —y esto es importantísimo para la clase obrera—, esa competencia industrial se sostiene únicamente en la depreciación de la mano de obra y en la forma inhumana con que se quiere hacer producir al que trabaja.

Recientemente, la celebración del Congreso de la Fundición llevó a la ciudad condal a una representación de patronos fundidores, quienes han retornado a sus lares admirados, sugestionados por la CANTIDAD de trabajo que ejecutan los obreros catalanes.

Debe implantarse aquí ese sistema de trabajo, nos dicen a nosotros. Muy bien. Por nuestra parte, en nada nos opondremos a todo aquello que signifique aplicación del tecnicismo industrial a las grandes factorías mecánicas.

De hecho quedan admitidas todas aquellas innovaciones que determinen en su finalidad el afianzamiento del progreso industrial de nuestra profesión.

Pero —no se olvide esto— paralelamente a todo lo enunciado ha de ir, indiscutiblemente, un reconocimiento absoluto del factor humano, del hombre que trabaja, para que, conjuntamente con el perfeccionamiento de la mano de obra, vaya al unísono la elevación moral y material del que produce.

«Si el trabajo es más sostenido —dice Albert Thomas—, más absorbente, debe hallarse la compensación con el aumento de descanso en la corta jornada de trabajo que permita la racionalización».

De no adaptarse estos principios de humanidad, características indiscutibles de la civilización, nos opondremos con nuestras modestas fuerzas al intento de toda reforma, no por el placer de negarnos a toda innovación, sino para impedir que se beneficie la clase patronal solamente de los beneficios que reporta la aplicación de la ciencia positiva a la vida del trabajo.

La psicología de los elementos integrantes de nuestra profesión dista mucho de ser la que precisa para intentar llevar a feliz término estos atisbos de perfeccionamiento industrial.

El pequeño patrono, cuya capacidad de asimilación queda encuadrada en los estrechos límites de su taller, no puede concebir las posibilidades que existen de modificar la estructura orgánica del trabajo, como único motivo que impida la desaparición de la profesión.

Por otra parte, el obrero que sujeta su vida —por mandato imperativo de las circunstancias— a trabajar en esos reducidos talleres, tampoco quiere saber de estos destellos de reducción que trae consigo el estudio de la industria.

Hace falta llegar hasta él para hacerle sentir los efectos que la esclavitud de su trabajo produce en todo su ser, hacerle sensible a toda manifestación de vida activa, para que el esfuerzo que diariamente realiza sea para algo más que para hacer rico al amo; que sea para hacer feliz a toda la humanidad.

Pascual Tomás Taengua
(1893-1972)