Hablar de uno mismo es, sin duda alguna, la tarea más enojosa que el cumplimiento del deber puede imponernos.
La malicia de las gentes es de tal naturaleza, que tememos que se les dé a las palabras una interpretación capciosa, para suponer exceso de petulancia o un afán desmedido de vanidad personal en lo que no es en el fondo otra cosa que un interés nobilísimo por demostrar a los compañeros que inconscientemente se dejan impresionar por las palabras calumniosas que pronuncian los eternos enemigos de la organización, del porqué actuamos en la misma y cuál es la finalidad que perseguimos al defender con la dignidad y el entusiasmo que lo hacemos el porvenir de nuestras sociedades obreras.
Me impulsa a realizar esta defensa personal de mi actuación sindical «mi propia dignidad».
Yo, que aprendí a sufrir en la lucha diaria contra el interés egoísta de nuestros enemigos, no quiero tolerarle a nadie, ¡absolutamente a nadie!, el que suponga que toda la labor que hoy realizo en el seno de mi sociedad pueda tener como fuerza impulsiva que le dé vida la esperanza de que en un mañana no lejano pueda vivir de los demás.
A la prédica del ideal socialista y a la defensa de la organización obrera se consagraron fecundas las horas románticas de mi juventud, dejándome, como sublime manifestación externa de reconocimiento colectivo por mis aportaciones diarias al acervo común, la garantía de mi «nombre», forjado en el yunque de las adversidades, que es donde se consagra el de todos aquellos que luchan por el bien de la humanidad.
Jamás he rehusado lo que consideré cumplimiento de mi deber.
Cuando la modalidad de organización sindicalista desbordó las aguas de su cauce normal, inundando la casi totalidad de la vida sindical española y haciendo imposible toda predicación de ideas que no encuadras en el reducido apostolado social por ellos defendido, yo, a pesar de todo ello, «seguí viviendo para la organización».
Sabía de antemano la inutilidad del esfuerzo que realizaba; pero en cuantas ocasiones se manifestaron públicamente los hombres que integraban mi profesión, allí acudí.
Y con exceso de nobleza, y con palabra honrada por nadie desmentida, señalé lo que consideraba un error fundamental para nuestro porvenir de trabajadores, y defendí una orientación sindical y unos procedimientos de lucha que pugnaban con el interés general de aquellos tiempos.
Tácticas y propagandas de ideas, que hoy se están plasmando, en la medida de lo posible, en la organización metalúrgica valenciana.
Posteriormente —hará de ello tres años—, cuando los metalúrgicos valencianos se encontraban a merced del capricho de sus patronos, porque carecían de la necesaria organización de resistencia que les permitiera hacer frente al egoísmo burgués, un grupo de compañeros, integrado «por los que siempre fuimos tildados de conservadores», dimos vida nuevamente a lo que hoy es la Sociedad de Torneros Mecánicos.
Penosas fueron las primeras jornadas. Los compañeros, desilusionados por el fracaso de la acción sindical preconizada por el sindicalismo triunfante, no querían empezar de nuevo a cuidad de su más preciado baluarte defensivo.
Se les predicó por los sindicalistas el abstencionismo sindical, y en parte lograron retardar la ejecución de nuestra obra.
Contra mi humilde persona disparó la calumnia los dardos más venenosos, sin que hubiese nadie capaz de salir a la palestra para demostrarlo.
Se me acusa de ser político, y se les dice a los trabajadores «que soy un profesional de la política, como todos los demás, y solo ambiciono granjearme la estimación de los obreros mecánicos para conseguir un acta de concejal o de diputado y poder vivir holgadamente de ello».
Esta fraseología estúpida —que denota claramente la catadura moral de quien la pregona—, que en otro pueblo y en otro ambiente tendría inmediatamente la adecuada respuesta, adquiere en el nuestro visos de realidad y sirve para que al amparo de ella algunos individuos no cumplan con su deber.
Hasta el extremo que hace unas noches, cuando terminábamos la reunión de juntas directivas, en la cual habíamos tratado de la crisis de trabajo, que nos asfixia y nos destroza, se acercó a mí un compañero y me habló así: «Usted trabaja mucho ahora en favor de nosotros; pero mañana, que alcance lo que se propone políticamente, ya no se acordará de lo que sufrimos los trabajadores».
Abrí los ojos con fuerza para cerciorarme de que quien hablaba era un hombre, y vi en su cara tal expresión de simpleza, que no pude ni contestarle. Me dio lástima, y sentí vergüenza, no de mí, sino de ellos. Mis palabras de ahora son la respuesta que entonces no me dejó pronunciar la emoción que me dominaba. Yo, compañero, cifro toda mi ambición en conseguir hacer de mi organización el medio más eficaz para redimir a los trabajadores de su esclavitud.
Quiero que esta guarde el más sagrado respeto a la personalidad humana y que tenga como fundamento básico de su existencia un reconocimiento explícito de todos sus DEBERES, para poder alcanzar los DERECHOS que en justicia pertenecen a todos los hombres.
Quiero que los compañeros cultiven con amor el jardín de su inteligencia, para que alcancen a comprender el porqué de todas las cosas.
Incito en el hombre su amor al estudio para que sea más libre: no quiero retenerle a mi lado por la fuerza; ansío que venga a mí por solidaridad, por amor a mis ideas. Eso ambiciono yo. ¿Es delito? Responded vosotros.
Lo otro, el decir que yo ambiciono vivir de los que como yo trabajan y sufren, eso es una infamia.
Me lo impiden el respeto que tengo de lo que representa mi sociedad y mi NOMBRE.
Hace años ya que, fundida mi persona con las ideas socialistas, hice amorosa ofrenda de ellas a la organización de los trabajadores.