Colección Memoria de Hierro

República y parlamento

La Aurora Social, 7 de agosto de 1931

Es muy difícil señalar con antelación debida, una gradación exacta en el estudio y resolución —por parte del Gobierno provisional de la República— de los graves problemas que tiene plantados como consecuencia natural del hecho revolucionario que la implantación de la República supone.

Pero aún siendo varios y complejos los temas que incitan al poder público a buscar en su entraña para conocer en detalle los órganos de los mismos, para que de sus resoluciones posteriores se derive siempre una utilidad nacional, nada tan apremiante —a juicio nuestro— como impulsar aceleradamente la acción legisladora del Parlamento hasta llegar a la articulación de la carta fundamental de la vida del Estado, con sus leyes complementarias, que dé al país la sensación de hallarse en posesión del instrumento adecuado para reprimir como se merezcan los desmanes de la derecha y las inconsciencias incalificables de la extrema izquierda.

Nada debilita tanto la autoridad de un gobernante —y en el caso concreto del Gobierno provisional de la República, su máxima autoridad reside en la voluntad soberana de la mayoría de los españoles— como la carencia de medios legitimados para hacer frente a los que provoquen violentas alteraciones en el rimo normal del hecho revolucionario.

La carencia de una ley escrita, sancionada por el Parlamento en sus funciones de asamblea constituyente, ha sido motivo para que al juzgar la labor del Gobierno, ciertos elementos se desaten en infamias contra la República lanzando al pueblo contra los hombres representativos de la misma, de idéntica forma que antaño protegieron, impulsaron y ampararon cuantas alteraciones violentas del orden ciudadano se han realizado en España, (desde el momento mismo en que la fuerzas obreras del Partido Socialista fueron un peligro para el régimen de privilegios que la Monarquía representaba) con el afán inconfesable de deshonrar y aniquilar las ideas democráticas de nuestras reivindicaciones de clase y la fuerza numérica de nuestros cuadros sindicales.

Parlamento y República han de ser en estos momentos —y deben serlo siempre para el futuro— la expresión viva de su vida civil. La República como forma de Gobierno que garantiza y forja la personalidad ciudadana. El Parlamento, la conjunción de valores extraídos de esa floración colectiva que cincela amorosamente el alma mater de la patria española.

Quienes dimos a la obra propulsora y ejecutante de la transformación del régimen político lo más sentido de nuestra personalidad ciudadana, creemos firmemente que en España existen suficientes reservas morales para su adaptación —sin grandes violencias internas— a las nuevas concepciones que de la Justicia, de la Propiedad y de la Religión, plasma jurídicamente el Estado republicano.

Querer exaltar por razones de Historia la acción violenta de las masas para hacer la revolución —Sevilla es una demostración dolorosa de nuestros juicios— cuando legalmente dentro de la República caben todas la propagandas que tiendan al mejoramiento político y social de la colectividad, significa o un desconocimiento absoluto de esa historia, en la cual pretenden fundamentar sus asertos los enemigos de la República, o lo que es peor, una carencia absoluta de sentido nacional en el cual repercute el dolor ajeno, para poder darle a la lucha social el sentido humanista de nuestro siglo.

El campo no produce, el taller no labora, el arte enmudece, cuando la violencia elevada como función dirigente del hecho revolucionario asume todo poder. Sin libertad que es respeto, y sin orden legal, que es justicia, no hay República posible.

El formulador clásico de la libertad, Montesquieu, traza con rasgos imperecederos este testamento histórico de los hechos revolucionarios: «La libertad política no consiste, en modo alguno, en hacer lo que se quiere. En una sociedad política, es decir, en un Estado…, la libertad solo puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no ser constreñido a hacer lo que no se debe querer»…

Es decir que es en el concepto íntimo que del deber tenga cada hombre, donde descansa el predominio de un pueblo, porque de ese respeto a la personalidad humana, aplicado a todas las manifestaciones de la vida nacional, nacen y se desarrollan los gérmenes de violencia, o las ideas de transacción progresiva, que son en último término, testimonio irrefutable de civilidad.

Al Parlamento compete, pues, realizar una labor purificadora de la vida española.

Para ello hace falta que el pueblo se convenza de que no es este el momento de violentar la vida de la República con reclamaciones económicas que pongan en peligro la economía de España por cuya redención todos luchamos.

De la obra legisladora del Parlamento han de derivarse forzosamente resoluciones concretas del proceso económico que nos domina a los trabajadores. Con la diferencia admirable a nuestro favor que la resolución que emane del poder público será una cosa permanente contra cuya vigencia nadie podrá rebelarse.

Y si por la fuerza de la ley, que el Parlamento usando de sus prerrogativas soberanas dicta, la tierra inculta deja de ser patrimonio individual y pasa a manos de las colectividades obreras de campesinos para trabajarla extrayendo de su suelo la riqueza necesaria para hacer del campesino un hombre libre, habremos realizado sin sangre un hecho revolucionario ejemplar.

Si el Parlamento reduce a la nada el predominio de la Iglesia, elevando hasta lo infinito la supremacía del poder civil, la conciencia nacional, atemorizada por la reacción imperante, se alzará altiva en un grito inmortal de libertad.

Y si el Parlamento en último término no sabe —como la minoría socialista así ha de hacerlo— hacerse intérprete de las verdaderas ansias de vivir que el pueblo siente, forjará la Constitución y legislará sin amedrentarles los gritos de impotencia que lanzan en el vacío los enemigos de la República, teniendo siempre presente las palabras de Verguiand: «la mejor Constitución será la que haga gozar la mayor suma de felicidad posible al cuerpo social y a los individuos que lo componen».

Pascual Tomás Taengua
(1893-1972)