Hay normas invariables, fijas, para todo militante político o sindical que aspire a la conquista del poder por la clase trabajadora. Los maestros del socialismo que, por serlo, no se apartaron de la línea revolucionaria han martillado una y otra vez sobre el mismo tema. Esta insistencia machacona, rotunda, es lo que ha dado más carácter y más valor a sus palabras, a sus escritos. El tiempo no ha destruido la oportunidad de sus afirmaciones. Hoy el tema viejo de la unidad de la clase trabajadora –fórmula que comprende también a todas las fuerzas políticas que en circunstancias dadas coinciden en las finalidades de la lucha que se plantea– priva tanto porque en él se contiene la vida misma de las ideas socialistas.
Carlos Marx lanza preclara y diáfana esta fórmula: «Trabajadores de todos los países uníos». Este axioma ha recorrido el mundo, y su valor permanente y certero se registra en tantas ocasiones como esto se ha practicado. Marx y Engels, fundadores del socialismo científico, no han establecido diferenciaciones, han dirigido su mandado a todos los trabajadores. En el fondo aquella apelación a la unidad expresa este criterio consistente: solo su utilización garantiza el triunfo de la clase trabajadora. Consecuentemente, la unidad ha de practicarse por encima o contra los que a ella se opongan. No importa quienes, dirigentes o fracciones sindicales o políticas. La consigna de unidad es para la masa, es para todos. Por ganas de empequeñecer las cosas, hay quienes desde la dirección minúscula de un sindicato o de una fracción política urden especiosos motivos para fundamentar su enemiga unidad. Eso sí, alardearán de ser los mejores intérpretes del socialismo o de la acción revolucionaria de las masas, aunque contradiciendo con sus conductas las normas invariables de la lucha. Porque la forma de esta lucha más poderosa es la unidad. Y esta idea tan necesaria y comprendida en la hora presente debe ser hecha realidad por los trabajadores españoles produciendo su unidad orgánica como clase para presentarla y ofrecerla como fuerza poderosa de lucha y garantía de victoria a la unidad antifascista que se está efectuando.
La unidad que ahora propugnamos tiene objetivos de concreción determinada por los que se contienen en la contienda mundial, y por las resultantes, según quien venza: las democracias o el nazi-fascismo. Desde el exilio, los españoles que no hemos renunciado a la reconquista de la República, los que aún pensamos luchar en contra de Franco, nos proponemos unirnos para emprender con eficacia esta cruzada. Ahora bien, quienes rechazan esta unidad, quienes la miren con recelo o se aparten con alardes pretenciosos de luchar por sí solos por bastarse a sí mismos, no dicen la verdad. Lo cierto es que se desentienden de la lucha contra Franco porque esperan que su derrumbamiento se produzca, más que por su propio esfuerzo y el de nuestro pueblo, por otras causas. Sus preferencias centrales están en mantener su fracción, menos importante y más deleznable que el interés de la lucha por la República en cuya victoria están específicamente comprendidas las realizaciones de las propias ideas que dicen tener y defender.
Nadie niega la justeza de este principio tan manido y redicho: «La unidad hace la fuerza». No obstante, hay quienes se obstinan no aceptarlo en la práctica. Como reflejo contrario a esta condenable conducta están los ejemplos de Isidoro Diéguez y de otros igualmente héroes, disciplinados, valientes campeones de la unidad, que para que ésta alcance mayores vuelos, desde el exilio en el que vivían libres, seguros, saltaron, hasta España donde el riesgo era inminente y muchas las consecuencias de fatalidad. Allí fueron a cumplir su deber con nuestro pueblo, encarcelado, metido en campos de concentración o viviendo los más amplios presidios que resultan ser hoy las ciudades y poblaciones de nuestro país, en las que son vigiladas por las guardia civil y acechadas por los falangistas las colectividades españolas que las componen.
En este noble afán perdieron la vida. Habrá quien desde la cobarde acción para disgregar aún les reprochen su gesto impresionante. La fuerza de estos hechos no puede quedar encerrada en la diferencia hostil de quienes perdieron la emoción y la fe en las masas de nuestro pueblo español.
La sangre joven que abnegadamente se derrama por nuestra causa ha de ser siempre más eficaz que la murmuración y la desgana de los que esperan se les dé hecho y en esto concentran todo su mérito y sacrificios. Quizás sea este defecto el que prive entre los enemigos de la unidad anti-nazista en estas circunstancias con la preponderante participación de los proletarios y campesinos. Aceptados los principios de lucha, justificativos de la acción unitaria, han de servir para algo más que para sentir la pueril satisfacción de exclamar: «Ya estamos unidos». Ha de ser para trabajar y para que cada español ofrezca generosa y entusiásticamente su esfuerzo y su voluntad para la reconquista de España, y cuya conducta hace confiar ciegamente en hombres como estos y partidos que los inspiran, como garantía absoluta de que la causa de España no está perdida, y mucho menos, la causa de los trabajadores.