Era un hombre austero, en la satisfacción de sus necesidades personales. Vestía un traje de casimir de factura nacional de color gris, con chaleco, llevaba sombrero y no se ponía corbata, en aquellos años que había dejado de figurar públicamente. La última vez que lo hizo fue cuando fue recibido por el entonces presidente de la República Mexicana, general Lázaro Cárdenas, y en los actos de la fundación de la Confederación de Trabajadores de América Latina, el 15 de junio de 1940.
Sí llevaba corbata vistiendo el uniforme de Comisario Inspector del Ejército del Centro de la República Española, e incluso durante su cargo de Comisario Especial de Ingenieros durante sus recorridos por las trincheras del frente de Madrid, en 1937, que ahondaron los batallones de fortificación, por él reclutados para la defensa de la capital española.
Luego, durante sus años de vida tanto en Tepic, Nayarit, como en la ciudad de Guadalajara, sólo la camisa abotonada al cuello. El hábito sí hizo al monje. A cambio, era espléndido en el reparto de bienes para sus hijos. Tenía crédito con el sastre que nos hacía los trajes, y en la camisería Hit donde nos surtíamos de camisas, zapatos, calcetines, corbatas y pañuelos, y, además, con Don Antonio, al que le compraba el automóvil que él usaba y los que disponía para nuestro uso.
Se afeitaba por la noche antes de ir al cine para hacer tiempo antes de cerrar el negocio a las once de la noche y no cenaba. Después de la comida bebía una copa de brandy y había dejado de fumar. Era frugal en su comida y eventualmente comió mole, nunca enchiladas ni tacos, y sí sardinas, filetes de cazón, chorizo y quesos. Bebía muy poca agua y en ocasiones, con la comida una copa de vino y jamás un refresco. Su postre era un puñado de uvas, que su mujer les quitaba la piel y nada más.
Durante las vacaciones, llevándonos a mi hermano Homero y yo, y luego a Carlos, viajábamos en tren pullman al puerto de Manzanillo, para ir a las playas de San Blas, y a la ciudad de México. Siempre hospedándonos en hoteles modestos, aunque jamás
regateó las comidas ni las diversiones.
Leía incesantemente novelas del Viejo Oeste Americano, diez en un día, y conversaba con fluidez. Hacía poca remembranza de su pasado, habiéndonos informado de su vida, de sus viajes a Londres y Buenos Aires para ganarse la vida siendo un adolescente y, de aquellas experiencias, convertirse en dirigente de las Juventudes Socialistas Españolas.
En aquellos años acudía a la biblioteca pública y leía todo. Su formación fue autodidacta y su profesión carpintero entarimador.
Ya presidente de la Casa del Pueblo de Madrid, para que su padre Lorenzo tuviera derecho a su pensión, él le hacía el trabajo de repartidor de agua embotellada. No tenía prejuicio alguno respecto a qué trabajo desempeñar ni se sentía cohibido ante nada: «Si tirar de este carrito me representa ganar cien pesos diarios, lo hago sin más».
Nunca habló mal de nadie, ni de sus contendientes ni enemigos políticos, ni siquiera de José Antonio Primo de Rivera, el dictador, ni de Francisco Franco. Siempre objetivo poniendo cada cosa en su lugar y explicándose razones y causas de los actos de los demás y los suyos propios. Conoció a José Stalin, cenó con él y descubrió que la jarra de agua de la que se servía el Padrecito de todas las Rusias contenía vodka.
Le encantaban las mujeres y siempre fue infiel, nunca se casó, y a sus compañeras las hizo sus colaboradoras y juntos trabajaron para la prosperidad de las diferentes familias. Era coqueto, dulce, simpático y generoso y nadie le regateó nada. No hizo fortuna porque todo lo que ganaba lo destinaba a los gastos de las casas que mantenía.
No tuvo propiedades y la única casa que compró fue para mí y mi esposa. En España, sí, un hotelito para que allí viviese su padre ya en el retiro de la jubilación. Hotelito al que él acudía a menudo para jugar dominó con mi abuelo Lorenzo.
El pasado no le pesaba y sus remembranzas le servían para orientarnos, principalmente a mí, su primer hijo varón, y conversábamos de ideologías, partidos políticos, y los protagonistas: «Ese hombre no me gusta», dijo en relación al entonces presidente de México Gustavo Díaz Ordaz.
Sólo en una ocasión le dijo «ío cabrón», a uno de los empleados que había abusado de su tolerancia y que había cazurreado haciéndose el chistoso. A mí sólo una vez me dio una bofetada para enderezarme y volverme en sí, ya que yo estaba ebrio. Nunca más.
Murió a consecuencia de un enfisema pulmonar y de un infarto y tersamente. Sólo dijo: «Me siento mal, mujer, voy a recostarme» y murió así, tranquilamente. Yo había regresado de mi primer viaje a España, le hablé y le dije que iría a Guadalajara, a eso de las cinco y media de la tarde, y tres horas después, Aurora, su mujer, me informó que había muerto.
Edmundo Domínguez Aragonés