Colección Memoria de Hierro

Las Cortes1

Un balance de oprobio al cerrar
El Socialista, 6 de julio de 1934

Las Cortes se han cerrado del modo que cumplía que se cerraran, habida cuenta de lo que las Cortes representan. Se han cerrado con escándalo y —¡cómo no!— con vergüenza. Vergüenza para las Cortes mismas; vergüenza para el Gobierno que, al amparo de unas Cortes así, desgobierna y deshonra a la República; vergüenza para quienes consienten y mantienen una situación política de tan baja talla moral. Vergüenza, en fin, para cuantos pusimos un poco de ilusión y un mucho de esfuerzo en el advenimiento de un régimen que ha perdido el decoro hasta el punto de que se vean precisados a renegar de él, o poco menos, todos los que contribuyeron a darle vida. No ya los socialistas, que hemos hecho cruz y raya en nuestros compromisos con la República, sino también en los republicanos. Se sobrentiende los republicanos que lo son, no los que se lo llaman. Republicano se llamaba Lerroux, y jamás se dio un caso de antirrepublicanismo más desvergonzado, más sucio y más inmoral que el suyo. Republicanos se llaman esos peleles que hacen como que gobiernan, cuando no hacen otra cosa, en realidad, que subastar la República a cambio de favores —inconfesables casi todos ellos— para la clientela que los sigue sugestionada por el momio con que se pagan, en esta hora de indignidad nacional, las adhesiones. Republicanos se llaman también, vueltos los ojos de soslayo a Fontainebleau, los que prestan sus votos para que la farsa miserable se prolongue. Hemos llegado a un extremo en que los únicos que sentirán rubor para llamarse republicanos serán precisamente los que lo han sido hasta hoy.

Se han cerrado las Cortes con escándalo. Pero lo escandaloso no es el hecho de que los diputados se imprequen o contiendan a puñetazos o acudan, en última instancia, a las pistolas. Todo eso, con ser tan grave como se quiera, no lo es tanto como el hecho de que el Parlamento, al tiempo de cerrarse, no pueda ofrecer al Gobierno que requiere su confianza ni un solo voto republicano. Ni de la derecha, ni de la izquierda, ni del centro. No se arguya con los votos de los radicales. Esos no son, desde luego, votos monárquicos; pero tampoco son votos republicanos. Son simplemente mercenarios. Los vendieron a la concupiscencia del Poder, y a ese compromiso, el único que es capaz de respetar y cumplir el partido radical, están adscritos. Si fallaron en sus compromisos revolucionarios fue, principalmente, porque en el periodo constituyente la decencia tenía todavía algún valor. No hay cuidado de que fallen ahora. Cualquier monstruosidad podrá contar como seguros los votos radicales, siempre que esa monstruosidad implique la posible permanencia en el Poder ¿Debilidad de la República? ¿Avance de los enemigos del régimen? ¿Sometimiento a la voluntad de un fantoche hipócrita y afortunado como Gil Robles? ¿Tragedia en la nación? ¿Guerra civil con Cataluña? ¡Qué más da! A un Gobierno como el presente y a un partido —partida, para ser exactos— como el radical, no les importa un comino la ruina que van sembrando con ejemplar desfachatez. Les importa, en cambio, a quienes los apoyan en el Parlamento. Les importa con el interés del usurero que espera recoger el fruto de su hipoteca.

Al cerrarse las Cortes, el balance que pueden ofrecer es un balance de oprobio. Durante siete meses no han hecho otra cosa que patear —es la expresión que corresponde—en todo lo que la República hizo. En un segundo término culpamos a las derechas que tienen preponderancia parlamentaria. No han hecho, en fin de cuentas, sino aprovechar una situación que se les brindaba en extremo sumisa. A quien cabe culpar —y sin perdón posible— es a los que, llamándose guardianes de la República, la han tendido, maniatada, para que la despojaran y la prostituyeran a placer sus adversarios. Un día cualquiera, Gil Robles cargará a cuestas con ella. A nadie podrán conmoverle entonces los chillidos histéricos de quienes tendrán en su cuenta la responsabilidad mayor. Que no serán las Cortes, ni el Gobierno tampoco. Pero lo que hace es dar autorización para que se haga.

Y recrearse en ello.


Notas:

1 Artículo publicado sin firma. La autoría fue atribuida a Anastasio de Gracia por el redactor jefe de El Socialista, Manuel Albar, en su declaración recogida en la instrucción de la causa abierta por denuncia del Ministerio Fiscal, al considerar que en el texto periodístico se cometía un delito de «injurias al Gobierno de la República y a la autoridad». El propio Anastasio de Gracia confirma ante el juez instructor la veracidad de lo declarado por Albar y se confiesa  autor del artículo según consta en el expediente del AHN, FC-Tribunal Supremo Recursos, 102, exp. 468. Al igual que en los artículos precedentes, existen dudas razonables de quién fue su autor, debido a la estrategia seguida por el Partido Socialista para evitar que los redactores de su periódico acabaran en prisión. Del mismo modo que en los casos anteriores, el Tribunal Supremo solicitó el suplicatorio a las Cortes para encausar a Anastasio, que no le fue concedido.

Anastasio de Gracia Villarrubia
(1890-1981)