Colección Memoria de Hierro

El cofrecito

Cuando me pongo a pensar en el pasado comienzan a asaltarme un millón de preguntas. Pienso que para hablar del pasado es necesario hablar sobre la vida. Si tuviera que definir la vida, diría que es un cúmulo de preguntas amargas y coloridas. Desde lejos comienzan a llegarme imágenes de la infancia, olores, sonidos, recuerdos. Trato de buscar el principio, las respuestas, algo que sirva para ordenar el caos de la memoria…

Me acuerdo entonces de mi papá. Normalmente, no estaba en la casa por las mañanas, pero me acuerdo de un día, cuando ya estaba enfermo, en que me pidió que le prestara un libro. Supe que no sería fácil decidir qué libro prestarle, aunque, por fortuna, no tuve que pensarlo demasiado. «Quiero que me prestes alguno de García Lorca», me dijo. Lo que me llamó la atención fue que nunca leyó el libro, por eso lo recuerdo, sólo lo puso en la cómoda muy cerca de su almohada. El libro permaneció ahí meses, haciéndole compañía. Después, entendí que lo que buscaba era un boleto, un compañero de viaje, tener cerca algo que le recordara el pasado, a España, todo lo que García Lorca representaba.

A mi papá le gustaba ponernos una grabación de audio en la que alguien leía Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Resultaba conmovedor verlo, ponía una sonrisa inmensa y luego terminaba casi al borde del llanto. Esa misma sonrisa, esa alegría desbordada, y la nostalgia, se acomodaban en él cuando cocinaba paella o tortilla de patatas, o cuando le hablaba a alguien de mi bisabuelo. Entonces, corría a por una revista donde aparecía él, Anastasio, y la mostraba con orgullo, con un brillo especial en los ojos. El hecho de que apareciera en una revista me hacía pensar que mi bisabuelo había sido alguien importante, pero nunca supe nada más —me habían enseñado que era un tema que debíamos evitar—. Con el tiempo, la revista se perdió y yo nunca me atreví a preguntarle directamente sobre mi bisabuelo, no quería causarle dolor. Sólo nos decía que era un hombre de carácter fuerte, reservado y muy alto. Mi mamá, en cambio, me contaba que era una delicia platicar con él. Decía que siempre le llamaron la atención sus manos porque eran grandes y fuertes y le hacía gracia que usara siempre boina aunque estuviera en el hospital. Le sorprendía que supiera tanto y de tantas cosas, era un hombre imponente, pero a mi mamá le gustaba ir a la Benéfica Española a visitarlo porque hablaban de filosofía.

Mi abuela me enseñó a dibujar casitas cuando era niña. Recuerdo las hojas de papel y las crayolas que rodaban por la sala. Me llamaba la atención el énfasis que ella ponía en que dibujáramos el techo de las casas con tejas. A mí, esas casas me parecía que pertenecían a los libros de cuentos. Sentía como si un aire misterioso envolviera a mi abuela: hablaba raro, se asustaba cuando escuchaba las sirenas de las ambulancias, nos llevaba mazapanes en Navidad, parecía una persona triste y había venido desde España en un barco sin nada más que un pequeño cofrecito dorado. Yo imaginaba que viajar en barco debía haber sido algo muy emocionante y me intrigaba saber cómo era posible viajar desde tan lejos y llegar sin nada. Me acuerdo que le pregunté, en varias ocasiones, sobre la guerra, pero la respuesta siempre fue la misma: «Calla rica que eres muy niña para hablar de la guerra». Siempre fui muy niña para saber cómo habían llegado mis abuelos y mi bisabuelo a México, dónde habían nacido, cómo había sido la guerra, qué habían dejado en España y por qué afirmaban que nunca jamás volverían allá.

Mi abuela me regaló el cofrecito aquel que siempre me ha gustado. Tiene una cerradura que está rota y nunca conocí la llave que servía para abrirlo. Cuando mi abuela me lo regaló estaba vacío y siempre lo he dejado así. Nunca supe qué guardar ahí, no sabía cómo adentrarme en ese mundo ni cómo conservarlo, por eso se quedó intacto, esperando. 

Cuando mi papá se murió, sentí que algo se había perdido para siempre, me arrepentí de no haber buscado todas las respuestas que me hacían falta, sentía que había perdido una parte de mi identidad, como si fuera a mirarme siempre en un espejo empañado. Comencé a buscar sobre la Guerra Civil Española en libros de historia, leí muchas novelas que hablaban sobre el tema, pero nunca leí nada sobre mi bisabuelo. Fue hasta hace unos meses que encontré una biografía sobre Anastasio en internet, a los pocos días me hablaron para contarme del proyecto que tenían para hacer este libro y supe que existía la Fundación Anastasio de Gracia. Todo me pareció motivo de enorme alegría, eso significaba que tendría muchas respuestas. Era como encontrar, de pronto, las piezas perdidas de un rompecabezas. No todo estaba perdido, había mucha gente que podría hablarme de mi bisabuelo, contarme su historia.

Me da mucho gusto pensar en lo feliz que se pondría mi papá si pudiera ver este libro. Estoy segura de que lo enseñaría lleno de orgullo. Para mí, fue gratificante encontrar fotografías de mi bisabuelo, empezar a conocer un poco de su vida, descubrir el trabajo y el empeño que pusieron en este libro que servirá para rescatar su memoria. Pero sobre todo, este libro me ayuda a reencontrarme con el pasado, a encontrar sentido. Por fin mi cofrecito ya no está vacío. La vida es un cúmulo de preguntas, pero por fortuna algunos tenemos la suerte de encontrar respuestas, de disipar las sombras, de ganarle unas cuantas batallas al olvido.

Rocío Martín Aguilar

Anastasio de Gracia Villarrubia
(1890-1981)