Desde que se inició, en mala hora, la división entre los trabajadores, ha servido de motivo de muchas polémicas la posición que convenía adoptar en relación con las concesiones que ha otorgado la burguesía, unas veces mediante mejoras materiales en las condiciones de trabajo, otras otorgando leyes que vinieron a aliviar en algo la situación de los explotados.
Cuando se trata de lograr determinadas finalidades y se carece de una fuerte posición ideal, conociendo al mismo tiempo el estado de conciencia de algunos trabajadores, sino justificada, puede hallarse explicación a ciertas actitudes de apariencia radical. Lo que estamos lejos de aprobar, son los términos en que llegan a producirse quienes pensando dar a los trabajadores una conciencia más exacta de sus deberes de clase emplean para conseguirlo argumentos que se parecen como gotas de agua a los que constantemente manejan los interesados en que permanezca inmutable el estado social que consagra sus privilegios.
¿Tienen éstos razón cuando dicen que la jornada de ocho horas ha trastornado la producción? No. Lo que pretenden con sus campañas tendenciosas es restar ambiente a una mejora de singular importancia, no por los peligros inminentes que se ciernen sobre la nación, sino por el convencimiento de que si la clase patronal presencia serenamente las repetidas conquistas obreras, los trabajadores sentirán mayores estímulos para alcanzar otras de superior importancia.
Por otra parte, conocido el estado sentimental de la clase burguesa en general, toda regresión en materias sociales constituye al fin una de sus especiales preocupaciones.
Saben que con el grado de consideración moral que han logrado los obreros no basta para acabar con un estado de cosas como el sistema actual de producción; pero tiene el suficiente buen sentido para comprender que las conquistas de los primeros años de organización no fueron gran cosa en sí hasta que se comprobó un poco después la relación estrecha en que estaban con las reclamaciones posteriores.
Para influir en la mentalidad obrera, algunas veces no han reparado en desacreditar las conquistas que se lograron con la intervención del poder público. Ejemplo bien reciente de ello es la persistente campaña contra la Ley del Retiro Obrero.
El procedimiento más usual entre los patronos no ha sido proponer reformas que, mejorando esta ley, alivien en mayor proporción la situación de los trabajadores, sino repetir una y otra vez que esto debe hacerse por acuerdo mutuo entre patronos y obreros, sin intervención tutelar de organismos oficiales. Este argumento, que oyen con simpatía aquellos trabajadores que sólo ven la posibilidad de mejorar mediante el frecuente empleo de las huelgas, se utiliza por los patronos para mantener el escepticismo entre nosotros, mientras dejan de sufrir las consecuencias materiales que les impone la Ley del Retiro.
La línea de conducta más conveniente para las organizaciones obreras nos parece debe ser la defensa del principio de Retiro Obrero, que no puede confundirse con un estado de conformidad absoluta con lo legislado hasta ahora. Muy al contrario: dado el concepto de la cuestión social que debe tener el hombre que aspire a emanciparse colectivamente, esto nos parece una pequeña parte de la riqueza social a que tenemos derecho.
Pero ello no será razón bastante a decidirnos por una solución extrema, en la que coinciden y de la cual se benefician nuestros enemigos.