Colección Memoria de Hierro

Ayer, hoy, mañana1

Mientras el ministro se pavonea
El Socialista, 21 de abril de 1934

Temeroso, tal vez, de que la posteridad no le haga la justicia a que se considera acreedor, el señor Salazar Alonso ha emprendido el camino de anunciar a diario, ya que los demás parezcan olvidarlos, los méritos extraordinarios que le adornan como guardián del orden público. Sus víctimas preferidas —nos referimos sólo a las incruentas—son los periodistas, a los cuales les ofrece a diario, por si en ello encuentran contentamiento los lectores, ocasión de decir que nunca tuvo España ministro de la Gobernación más entero y capaz. Desde que el señor Salazar Alonso resolvió erigirse en maestro de energía para que de él tomen lección Hitler y Mussolini, declaración con la cual suponemos que la República española se esponjará de orgullo, no pasa día sin que el ministro se adjudique, por su propia cuenta, los éxitos que, por ingratitud, le negamos nosotros. Esos éxitos los está obteniendo el señor Salazar Alonso en toda España, pero principalmente en Madrid, Zaragoza y Valencia, ciudades, las dos últimas, predilectas en la estimación del lerrouxismo. Por eso, sin duda, extrema en ellas sus aptitudes el señor Salazar Alonso. Al desplegar cada mañana los periódicos, los españoles se enteran de que la huelga general de Zaragoza continúa peor, y la de Valencia, lejos de resolverse, adquiere mayor intensidad. En la estación de Zaragoza se pudren, por falta de obreros que las transporten, las mercancías; en Valencia se paralizan las industrias por falta de fluido y se suceden apresuradamente las catástrofes. Hay ruina y hambre —una hambre sombría, cargada de amenazas y rencores justicieros— en Zaragoza, Valencia y en Madrid. ¡Ah!, pero el señor Salazar Alonso sigue manteniendo inflexible, desde su reducto de la Puerta del Sol, el principio de autoridad. Ya se sabe cómo: excitando a unas empresas patronales —sin acordarse siquiera del daño que otras empresas sufren— a sostener sus posiciones de intransigencia, amparadas, estimuladas, provocadas por el Poder público. Al lerrouxismo, que es un compendio de descréditos, le estaba reservada la gloria de sumir al Poder público en abyección semejante.

Por muy rigurosa que sea nuestra interpretación materialista de la Historia, nos produce asombro que la República haya podido llegar a estos extremos de torpeza y brutalidad infatuada, patológica, que es peor que la brutalidad espontánea o natural. No se comprende que al cabo de un mes que lleva de duración la huelga de metalúrgicos de Madrid, y casi el mismo tiempo las de Valencia y Zaragoza, gravísima, sobre todo, esta última, por su extensión, el Gobierno permanezca impávido, como si se tratara de problemas que tuvieran su desarrollo en otros planetas. Por todo remedio, el señor Salazar Alonso, con voz aflautada y empaque de Napoleón de zarzuela, ha creído conveniente dirigirse por radio a la población de Zaragoza para decirle que esté tranquila, porque él vela el sueño de los ciudadanos pacíficos. Que les falte el pan, y el agua, y el tranvía; que les falte, en fin, todo lo que es elemental para vivir, es cosa que, al parecer, tiene escasa importancia. Como la tiene que en Valencia se estén destrozando, por abandono o por impericia de los equipos militares forzados a sustituir a los huelguistas, instalaciones costosísimas. Cuando hay un ministro enérgico, todo es llevadero: hasta la ruina.

De propósito estamos refiriéndonos a los españoles que, sin tener intereses directos que ventilar en las huelgas pendientes, padecen, sin embargo, los perjuicios que de ellas se derivan. Mas, ¿qué diremos de los trabajadores, perseguidos por la República con un ensañamiento morboso del que no hay precedentes que lo superen en lo que va de siglo? En Zaragoza se sigue apaleando vilmente a los detenidos en la Comisaría de Vigilancia, porque para eso hay allí un gobernador condecorado por la República. Algún día saldrán a la luz relatos que conocemos nosotros y se espantarán, indignados, los hombres de conciencia limpia. Se explicarán entonces, aunque no se justifiquen, ciertas explosiones bárbaras de la desesperación. Acorraladas, injuriadas, las organizaciones obreras han perdido ya toda esperanza de resolver sus problemas en paz. Desde el Poder público se les ha contestado con la guerra. Una guerra, además, en la que no falta la burla y el sarcasmo. «Yo no doy permiso para hacer la revolución…» Así despacha el tema el señor Salazar Alonso. Tal vez no se ha dado cuenta de que está haciendo todo lo posible para que la revolución se haga sin permiso suyo.


Notas:

1 Artículo publicado sin firma. La autoría fue atribuida a Anastasio de Gracia por el redactor jefe de El Socialista, Manuel Albar, en su declaración recogida en la instrucción de la causa abierta por denuncia del Ministerio Fiscal, al considerar que en el texto periodístico se cometía un delito de «injurias al Gobierno de la República y a la autoridad». El propio Anastasio de Gracia confirma ante el juez instructor la veracidad de lo declarado por Albar y se confiesa  autor del artículo según consta en el expediente del AHN, FC-Tribunal Supremo Recursos, 122, exp. 382. Al igual que en los artículos precedentes, existen dudas razonables de quién fue su autor, debido a la estrategia seguida por el Partido Socialista para evitar que los redactores de su periódico acabaran en prisión. Del mismo modo que en los casos anteriores, el Tribunal Supremo solicitó el suplicatorio a las Cortes para encausar a Anastasio, que no le fue concedido.

Anastasio de Gracia Villarrubia
(1890-1981)