He aquí el nombre de un obrero que obscuramente pasó por el mundo, sin saber escribir, apenas deletreaba lo impreso, sin conocer de la vida más que sus duras luchas, y que sin embargo fue un hombre útil a la sociedad.
Manuel Vigil González, o Manín, como vulgarmente le llamaban sus compañeros de trabajo, allá en Muño —Siero—, su aldea natal, empezó a la edad de siete años a ganarse el pan, mejor dicho, la boroña, llindando vacas; y estaba próximo a cumplir la de 70 años cuando dejó de ganar su jornal, sin que el patrono último, para el que había trabajado treinta y tres años en el duro oficio de panadero, se creyera obligado a concederle una pensión vitalicia de vejez, ni siquiera un céntimo de gratificación como despedida. Ni él ni su anciana esposa mendigaron ni fueron a parar a un asilo, de haber encontrado allí sitio —¡que hasta eso se necesita, pues solo hay plazas para un reducido número de ancianos!—, gracias a sus hijos, pues aún le quedaban tres, de los nueve habidos en el matrimonio.
No era hombre de ideas, quizá porque en sus años mozos nunca de ellas oyó hablar; pero cuando ya pasados los cincuenta años de edad, en los suyos escuchó algo las supo respetar, porque sabía de las injusticias patronales. Cuando estaba en lo mejor de su edad, un patrono, al que después de muerto sus correligionarios, republicanos, dedicaron una lápida llamándole benemérito y patricio, al encontrarle en uno de los patios que tenía la tahona, le dijo: ¿De dónde vienes, Manín?— le contestó. Y el patrono aquél, republicano, no tuvo más salida para replicar al que por 2,25 pesetas trabajaba para él desde las cuatro de la mañana hasta las cinco o seis, y a veces más, de la tarde que llamarle ¡vago!
Este «vago», cuando no puedo aguantar más tiempo a tal patrono —entonces no había sociedades de resistencia— se fue a trabajar a las faenas del puerto, en Gijón, para mantener a los cinco o seis hijos que entonces tenía, el mayor con sacos de hasta cien kilogramos.
Manín, no sabía otra cosa de la vida que trabajar como un burro, como él decía, pues de los goces como no fuera el de los hijos no conocía otros, pues ni era fumador ni amigo de emborracharse, como tantos de sus desgraciados compañeros.
Pero un día, un vecino suyo que era herrero y necesitaba un chico para su fragua, le solicitó el hijo mayor, que tenía entonces doce años e iba a la escuela, aunque ya había servido de ayudante a un albañil que le pagaba una peseta cada día: Manín, el obrero que era casi un analfabeto y que entre sus compañeros de trabajo veía que en cuanto los hijos podían ganar algo los sacaban de la escuela para que les ayudaran a mantener la familia, habló así con su hijo:
—Mira, Manuel, ahora estás a tiempo. Mientras yo viva y pueda trabajar quisiera que tú y tus hermanos aprendierais el oficio; pero después que sepáis bien leer y escribir para que no tengáis que ser unos burros como yo.
¡Así hablaba a los 37 años de edad un padre obrero, que tenía que trabajar de 12 a 16 horas diarias para ganar sus nueve reales con que mantenerse él, su esposa y sus siete hijos! ¡Cómo sentía el pobre las cadenas de la esclavitud económica, de las que quería librar a sus hijos!
Años después, a uno de estos, el mayor, emancipado del taller, le vio este buen padre, con las novelas por entregas debajo el brazo correr por los llanos y montañas de Asturias, de aldea en aldea y de villa en villa, a la vez que ganándose el pan, esparciendo la semilla de las ideas contrarias a la esclavitud obrera, sintiendo la satisfacción de ellos, aunque no las comprendiera en toda su magnitud. Cuando ya sexagenario hubo de visitar en la cárcel de Oviedo a su hijo, sentenciado por delito de imprenta, sin reproche ni felicitaciones le saludó serenamente, de seguro pensando que él, el padre, había sufrido más y era menos libre por no saber otra cosa que trabajar para mal comer y enriquecer a otros.
¡Padre excelso! Son estas las primeras y acaso las últimas líneas que te dedico en vida y muerto, como justo tributo a tu grandeza del alma. ¡Cuántos padres, anónimos como tú, han pasado por el mundo sin dejar más obra meritoria, y ya es bastante, que pedazos de su alma luchando contra las injusticias sociales, que vienen castigando duramente durante muchas generaciones, de, padres a hijos, a los que no han cometido otro delito que nacer pobres y crear riquezas que otros disfrutan!
¡Cuántos padres, cuyos nombres se han glorificado, no han prestado al mundo de los trabajadores ni siquiera el servicio ese de darle soldados que luchen por su emancipación, rompiendo en mil pedazos la institución privilegiada, engrandecedora de la férrea ley de los salarios que los ata al potro del tormento capitalista. En tí, los exalto a todos.
Yo, tu hijo, que entre sus satisfacciones, además de la de haberte visto sobrevivir trece años a tu cesación en el trabajo explotador, la mayor parte de ellos al lado de la que fue tu compañera durante más de medio siglo, sin que nada os faltara, cuenta la de honrar tu nombre, publicando tu heroicidad, tu sublime sacrificio, sobreponiéndote al ambiente inmoral en que viviste lo mejor de tus años, me siento orgulloso de poder dedicarte esta humilde ofrenda —humilde por ser mía y grande por su elevada intención— en el primer aniversario de tu muerte.